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CRÍTICA LITERARIA : “LAS BUENAS INTENCIONES”, DE AMITY GAIGE

Me terminé de leer esta novela hace unos días, y hubo dos aspectos de ella que me emocionaron, por medio de los cuales conecté con la historia y con los personajes de manera especial.

El narrador, en primera persona, es Eric. Escribe desde la cárcel para Laura, su ex mujer. Empieza así: “Lo que sigue es una crónica de mis andanzas con Meadow desde nuestra desaparición”.
Su abogado le dice que debería contarlo todo: adónde fueron el padre y la hija (de seis años), lo que hicieron, con quién se vieron, etc. Le dice además que este testimonio podría ayudarlo algún día ante un tribunal. Un compañero suyo en la cárcel le dice: “No te preocupes, Kennedy. Todo irá bien en cuanto se den cuenta de que no eres un monstruo”.
Dentro del resumen del libro, en la contraportada, leo una interpretación errónea de los sucesos. Una simplificación que deviene distorsión:
“En trámite de divorcio, Eric y Laura se hallaban en mitad de una tensa y desagradable pugna por la custodia de Meadow, su hija de seis años, cuando él decidió llevarse a la niña sin autorización para realizar un viaje por los lagos de Vermont”.



Durante la separación y antes del divorcio, Laura ha ido lenta pero implacablemente arrinconando a Eric como padre, marginándolo hasta casi anularlo. Él, en parte porque todavía quiere a su mujer, o porque es un despistado, no sabe ver lo que está pasando hasta que lo tiene encima. Su ex mujer, con la ayuda y el asesoramiento de un abogado, prácticamente se ha apropiado de la niña, le ha quitado a él la custodia, y lo ha reducido a esporádicas visitas, muy espaciadas en el tiempo, y siempre monitorizadas. Encima Laura incumple con cierta regularidad lo estipulado en cuanto a contactos padre-hija. El dolor por la pérdida de su hija sume a Eric en la desesperación. Anula su dolor – o lo pretende – con el alcohol. Incluso llega a albergar pensamientos de suicidio. Un día, en una excursión con Medow que será sólo de unas pocas horas (creo que es la última vez que podrá estar a solas con su hija), Eric se da cuenta de que su suegro lo está siguiendo en otro coche. Esto actúa como desencadenante. Eric emprende una huida y despista a su suegro. Después sigue conduciendo. Sin tener ningún plan previo, se dirige hacia el norte (está en Albany, Estado de Nueva York). Sabe que lo que ha hecho no durará. Sólo vive en el ahora; y lo que quiere ahora, lo que necesita ahora, es poder estar con su hija. Se le cruza la idea de escaparse a Canadá; después cambia de idea y se contenta con un difuso plan de pasar unos días con ella por los lagos de Vermont.

De modo, que si yo tuviera que sustituir esa simplificación mentirosa sobre la odisea de Eric que he leído en la contraportada, escribiría:

“Puteado por su ex mujer y reducido su papel de padre a la nada, Eric sale por última vez con su hija a pasear en coche. Como se da cuenta de que su suegro lo sigue desde otro automóvil, Eric lo despista y sigue conduciendo hacia el norte. Decide pasar unos días con su hija, aunque no tiene derecho a ello, antes de que se la quiten del todo.”

Por medio de la carta que Eric escribe a su ex mujer desde la cárcel, nos va desgranando su pasado, sus raíces, tal vez sus motivos.
Cuando sólo tiene cinco años, en 1972, escapa con su padre de Berlín Este. No se sabe las circunstancias por las cuales la madre se queda atrás. Eric no volvió a saber de ella nunca más. El padre de Eric, un hombre taciturno, un hombre de silencios, nunca le dio explicaciones al niño. Se lo llevó al otro lado del Muro. Vivieron en Berlín Occidental unos pocos años. Y finalmente emigraron a Boston, Estados Unidos.
A los 14 años Eric se inventa una identidad paralela, según la cual se llama Eric Kennedy (su apellido verdadero es Schroder. Este es precisamente el título original de la novela: “Schroder”). Con esta identidad ficticia, Eric reescribe su historia familiar, sus orígenes, su vida. Es su manera de enterrar su confusión, su desarraigo, esa ausencia de su madre que ni siquiera se atreve a reconocer y que lo quema por dentro. Es una manera de mejorarse a sí mismo. Lo que podría haber sido un episodio pasajero, una travesura de un chico, se convierte en algo permanente. Según pasan los años, Eric deja atrás, cada vez más tapado, a Schroder (también, por cierto, a su padre), y es para todos los demás, incluso para su mujer, incluso para la hija de ambos “Meadow”, Kennedy.

Durante la huida con su hija a los lagos de Vermont, Eric comete errores, toma malas decisiones. Y además tiene mala suerte. Su cara aparece en la televisión. La policía lo está buscando. Al final lo atrapan, claro. En esa larga carta que escribe desde la prisión, Eric habla de una investigación en la que lleva invirtiendo tiempo y energías desde hace años, una especie de doctorado por libre tras sus estudios universitarios. Se trata de un estudio de las pausas, los silencios. Los momentos en que algo no se dijo. Los momentos en los que algo no pasó. La autora del libro, Amity Gaige, ha sabido conectar este fenómeno de las pausas y los silencios que interesa a Eric, con la propia vida de éste. Eric escribe que hay múltiples formas de silencio: “El silencio preceptivo, el silencio práctico, el silencio necesario, el silencio ritual, el silencio religioso. El silencio del dolor incalculable”.

El padre de Eric, como dije, era un hombre de silencios. Eric intenta, hacia el final de su periplo con Meadow, llevar a ésta a conocer a su abuelo, en Boston. Eric vio por última vez a su padre cuando tenía 26 años. Han pasado trece años desde entonces.  Intenta contarle a Meadow la historia de su vida, la historia de Schroder. Lo hace a medias. No puede con todo. Cuando llega a la parte de su madre, Eric se encuentra con un pozo de sufrimiento al que teme asomarse. Ni puede contarle a su hija toda la historia – al menos allá hasta donde él la conoce –, ni puede hacer que abuelo y nieta se encuentren: Le comunican que su padre murió hace ya años.
Eric recuerda aquella última vez que vio a su padre. Lo habían operado de cataratas y estaba con los ojos vendados. Eric había venido desde otra ciudad donde vivía para visitarlo. El hombre dijo: “Hijo mío. Has venido”. Eric notó que el llanto de un niño comenzaba a trepar por su interior, y lo reprimió. Su viejo quiso hablarle. Por primera vez quiso hablarle porque se dio cuenta de que si se hubiera muerto en el quirófano, habría dejado solo a su hijo, y sin contarle su historia. Lo Intenta ahora. Quiere hablarle a Eric de su madre, de lo que pasó. Pero Eric no le deja. No quiere saber la verdad, no quiere oírla. Varias veces lo intenta el padre, y varias veces Eric lo corta. Le dice que ya está bien. Que si está borracho; que si está enfermo. Que si lo han atiborrado de calmantes, y las largas y dolorosas historias que tenga que contar a nadie interesan ya. Sobre todo, Eric teme volver a mirar a los ojos a ese niño que él fue, a enfrentarse a ese dolor que lleva dentro. Suena un bocinazo afuera, en la calle. Tiene el coche mal aparcado. Baja. El padre le dice que se vaya, pero Eric dice que volverá. Pero él ya no sube. Ya no vuelve. Fue la última vez que vio a su padre. Trece años sin verlo ni tener ningún contacto con él, y ahora se da cuenta de que ya lo perdió para siempre. Se quedó sin saber lo que su padre tuvo la necesidad de contarle. Se quedó sin saber quien era su madre, por que se separaron sus padres, por qué emigraron su padre y él a Alemania Occidental y después a América. Su padre era un hombre de silencios. Su historia estaba llena de pausas, de lagunas. Y ahora ya es definitivo.

En medio de una crisis de asma de Meadow, a punto la niña de perder la conciencia, le susurra a su padre:

-         - Tú eres mi casa. Tú eres donde yo vivo, tú y mamá.                                                                                                                                                                                                                                       Crítica de Félix Ventas, lector impenitente.    

                                                       





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