Cada mañana se daba cuenta de lo poco que sabía. Apenas nada, datos generales tomados de allí y allá, de los manuales de instrucciones, de las etiquetas de los productos del supermercado. Repetía como un loro aquello que escuchaba en los medios, pero la verdadera riqueza la hallaba en las conversaciones con la gente. Se sentía un niño que descubría la vida cada día. ¿Qué aportaba él a los otros? ¿Qué dejaría como poso en el mundo? Se puede existir de forma automática, por defecto, sin hollar la tierra. Un árbol era más sagrado, una roca, una cueva. A cada minuto sabía menos, y por esa misma razón, buscaba con más intensidad un agujero donde permanecer en silencio. Templo de la Comunicación donde, a veces, también brota la Melancolía