En la Piazza Maggiore de Bologna, un mediodía (mezzogiorno), encontramos a un speaker con gorro de pescador, moreno por el sol y gafas de viejo profesor. Hablaba de la falta de democracia en Italia, y de que se sentía una voz sola y desesperada. Ofrecía un taburete a todos aquellos que se reunían frente a él para escucharle, para que dijeran en voz alta su opinión. Pocos se atrevían, y siempre eran los mismos.
En los carísimos trenes regionales del norte de Italia, en sus compartimentos cerrados, a la antigua, viajábamos los 5 continentes. En frente de mí, Asia, un indio alto y con bigote, serio, imponente, orgulloso. A su lado, una estudiante veinteañera rubia, quizá centroeuropea, llena la cara de espinillas, comía un bocata de bacon grasiento casi con vergüenza. A mi izquierda, una mujer africana daba de mamar a su bebé de pocos meses mientras hablaba por el móvil, haciendo pucheros de vez en cuando. A mi derecha, una chica-chico de pelo corto, estudiante de electricidad, quizá italiano-italiana, sumida en sus estudios, y nosotros, curiosos españoles abiertos los ojos como espongiformes. Sí, ya sé que no estaban América ni Australia, a lo mejor dormían en el vagón de atrás..
Nunca he sentido más indiferencia y hastío ante las marcas de lujo que en Bolonia ó Verona. Los coches, las motos, la ropa, las joyas, los complementos, los zapatos y tanto modelo urbano improvisado que usaba la acera como pasarela para su arrogante actitud. Abrí el tapón de una cerveza contra una columna de la calle más comercial, medio borracho, lleno de ira sin destinatario, me corté en un dedo, perdí 2 euros en una cabina pública, bebí en la calle como en los mejores años de botellón, agriado, apestado, frustrado.
El penúltimo día, en un tren lento, abandonando Verona camino de la otra ciudad universitaria, asistimos cansados y confundidos con el paisanaje, a una conversación cansina, pesada y atropellada entre un pagafantas italiano y su amiga la puericultora, que abandonaba su cálido hogar familiar para aventurarse a la vida independiente de la capitalita regional. Ella se quejaba de la distancia, que echaría a perder la relación con su novio militar, y temía que la nueva vida en un piso compartido fuese molesta y llena de roces con otros seres humanos. Me gustó sentirme extranjero (a la manera peculiar que tienen por extranjeros a los españoles allá), entender un poquito la lengua italiana, lo justo para sonreír, y también todo esto me hizo pensar cómo sería tener un intento de vida en aquellas latitudes, en principio no muy prometedoras, dado lo caro que es todo y los pocos bancos que hay en las plazas para sentarse.
Dos estudiantes italianas, raudas y veloces por la Stazione Centrale de Bologna, comentaban entre ellas algo de unos chicos españoles, y ya en el barrio universitario había oido algo antes sobre el mismo tema. No sé si había reproche, simpatía o ironía, el matiz se me escapa, pero me quedó claro que no somos gente buena. (Yo no me sentí así).
Un mendigo, sentado en un escalón del Teatro Principal, me pidió una moneda para un panino. Le farfullé en castellano, que lo sentía. Él me entendío y dijo para sí, con mal genio : -lo siento, lo siento, porca miseria. Lo he dicho antes, los españoles no somos gente buena. (Si podemos colarnos, lo haremos. Si podemos beber en la calle, lo intentaremos, si podemos robarle la novia a un italiano, no lo dudaremos. Los italianos son nuestros competidores más cercanos, hay que jugar sucio siempre).
La mujer más italiana que he visto, o sea, la que tenía una cara más racial, era una camarera de una pizzería para turistas que amaba Barcelona y la fiesta. (Y seguramente Ibiza. Las italianas que se parecen a Claudia Cardinale ya no son lo que eran..)
En los carísimos trenes regionales del norte de Italia, en sus compartimentos cerrados, a la antigua, viajábamos los 5 continentes. En frente de mí, Asia, un indio alto y con bigote, serio, imponente, orgulloso. A su lado, una estudiante veinteañera rubia, quizá centroeuropea, llena la cara de espinillas, comía un bocata de bacon grasiento casi con vergüenza. A mi izquierda, una mujer africana daba de mamar a su bebé de pocos meses mientras hablaba por el móvil, haciendo pucheros de vez en cuando. A mi derecha, una chica-chico de pelo corto, estudiante de electricidad, quizá italiano-italiana, sumida en sus estudios, y nosotros, curiosos españoles abiertos los ojos como espongiformes. Sí, ya sé que no estaban América ni Australia, a lo mejor dormían en el vagón de atrás..
Nunca he sentido más indiferencia y hastío ante las marcas de lujo que en Bolonia ó Verona. Los coches, las motos, la ropa, las joyas, los complementos, los zapatos y tanto modelo urbano improvisado que usaba la acera como pasarela para su arrogante actitud. Abrí el tapón de una cerveza contra una columna de la calle más comercial, medio borracho, lleno de ira sin destinatario, me corté en un dedo, perdí 2 euros en una cabina pública, bebí en la calle como en los mejores años de botellón, agriado, apestado, frustrado.
El penúltimo día, en un tren lento, abandonando Verona camino de la otra ciudad universitaria, asistimos cansados y confundidos con el paisanaje, a una conversación cansina, pesada y atropellada entre un pagafantas italiano y su amiga la puericultora, que abandonaba su cálido hogar familiar para aventurarse a la vida independiente de la capitalita regional. Ella se quejaba de la distancia, que echaría a perder la relación con su novio militar, y temía que la nueva vida en un piso compartido fuese molesta y llena de roces con otros seres humanos. Me gustó sentirme extranjero (a la manera peculiar que tienen por extranjeros a los españoles allá), entender un poquito la lengua italiana, lo justo para sonreír, y también todo esto me hizo pensar cómo sería tener un intento de vida en aquellas latitudes, en principio no muy prometedoras, dado lo caro que es todo y los pocos bancos que hay en las plazas para sentarse.
Dos estudiantes italianas, raudas y veloces por la Stazione Centrale de Bologna, comentaban entre ellas algo de unos chicos españoles, y ya en el barrio universitario había oido algo antes sobre el mismo tema. No sé si había reproche, simpatía o ironía, el matiz se me escapa, pero me quedó claro que no somos gente buena. (Yo no me sentí así).
Un mendigo, sentado en un escalón del Teatro Principal, me pidió una moneda para un panino. Le farfullé en castellano, que lo sentía. Él me entendío y dijo para sí, con mal genio : -lo siento, lo siento, porca miseria. Lo he dicho antes, los españoles no somos gente buena. (Si podemos colarnos, lo haremos. Si podemos beber en la calle, lo intentaremos, si podemos robarle la novia a un italiano, no lo dudaremos. Los italianos son nuestros competidores más cercanos, hay que jugar sucio siempre).
La mujer más italiana que he visto, o sea, la que tenía una cara más racial, era una camarera de una pizzería para turistas que amaba Barcelona y la fiesta. (Y seguramente Ibiza. Las italianas que se parecen a Claudia Cardinale ya no son lo que eran..)
Tus grabacione resultan fantasmagóricas, coñe, q miedo!!
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