En la plaza de Colón hay unos bancos bien resguardados de las miradas, delante de setos muy poblados. En uno de ellos traté de meter mano a mi primera novia. No se dejó mucho porque no había mar cerca. En las ciudades del interior el pudor se viste de luto, y en la orilla del mar los ganglios se acompasan con el vaivén de las olas. Eso pienso ahora, y quizá no sea verdad. Delante de las puertas de la iglesia del que había sido mi colegio de curas, en la esquina de su calle, ocurrió mi primer beso en la boca con aquella chica que tenía dieciocho años recién cumplidos. Después se casaría con un médico. Éramos en un principio una pandilla de cinco, número desproporcionado, deberíamos haber sido un grupo de seis, tres chicas para tres chicos y todos tan felices.
Así que a veces, la carabina de una pareja era yo, y otras, uno era el acompañante solitario de mi pareja. Nos molestábamos un poco y aquellas amistades se deshicieron por deslealtad. Mi mejor amigo se lió con mi primera novia y el trauma me duró años, claro que a los dieciocho se hace más leve el drama. O no.
Aún en mi cerebelo imagino otros desenlaces.
En la Plaza de San Francisco, siempre en obras y con olor a meados, nos sentábamos a bebernos una litrona de cerveza. Recuerdo cigarros prestados y conversaciones profundas, ya lo sabíamos todo con veinte años. Ahora sé mucho menos.
Esquinas blancas de portales apaleados, puertas de madera desvencijadas ya en tiempos de los romanos, la lluvia en la cara corriendo por el arrabal cercano, yo no pensaba en judío, ni en moro ni en cristiano.
Vivíamos bien sin trabajar, charlando hasta tarde. Primer Paraíso en la tierra, tiempos de estudiante leído. La estatua rota en un rincón de la plaza. Pintada con grafitis, firmas de gente que no comprende. Pasan los años ganando dinero con el dolor de cuello. Ya no hablamos del sentido de lo sentido. No discutimos de nada.
Ventanas abiertas en las casas encaladas, mujeres de fuera en camisón, turistas despistados franceses que no entienden y se sientan en los bordillos de la Mezquita.
El Guernica estuvo pintado en la orilla del río. Los cañaverales se inclinaban para rozarlo. Yo no sé si llegó la guerra, yo bebía con ellos en el patio de los naranjos. Subir a la torre costaba diez pesetas. Una señora mayor allá arriba vendía postales y recuerdos. Tenía los pies sobre un brasero de picón debajo de una mesa camilla.
Un mundo está desapareciendo tal como lo conocimos, vivido o contado.
Una mujer ecuatoriana me narra modos de vida parecidos de su tierra. ¿Yo qué puedo contarle de los nuestros?. Ya no escucho a la abuela. No puedo, estoy trabajando. Estoy pagando letras, estoy muriendo en un accidente de tráfico...
CONTINUARÁ
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