Era un verano adolescente, en Trassierra, en una zona de casas y chalecitos en la sierra de Córdoba. Me invitaron unos amigos del instituto a bañarme en la piscina comunitaria de la urbanización. Entonces apareció ella en su bañador amarillo fosforescente, y su brillo cegador iluminó brevemente mi vida. Lo recuerdo como si fuera una de aquellas películas francesas de iniciación, Los Juncos Salvajes o similares. El agua hizo que se le transparentaran los incipientes pezones debajo del bañador, y ese momento fecundó el comienzo de una nueva etapa de juventud. No sé si hablamos mucho o poco. Como me gustaba, no creo que me atreviese a nada más que a mirarla. Pero hubo contacto, el más puro que podía ser con esa edad y en aquel contexto feliz de baño y ocio amistoso. Alguien, un vecino de los padres de un amigo, montó una verbena improvisada, pusieron música y bailamos. Sí, bailé con la chica del bañador amarillo, aún no me creo que con 13 o 14 años yo fuera tan valiente. Y me disculpé por parecer tan torpe.
Nunca más la volví a ver.
Ilustración generada por AI (Fotor)
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