No se puede ser cerebral
mientras te comes un pincho de tortilla.
No cabe la tristeza en el Bar de la Vida.
casi 200 pesetas de antes.
Un café torrefacto
corto de leche
en vaso largo
la leche hirviendo
azúcar no, con sacarina.
Te lo sirven con espuma
pero nadie dibuja nada en ella.
Parroquianos habituales
gente que no socializa
como este poeta de pueblo.
Se mezclan todos los grupos de edad,
las chicas de oro que salen de gimnasia
amigas jóvenes,
un solitario que viene todos los días
y aquel que siempre se sienta junto a la ventana,
que no abandona su teléfono móvil,
que describe la vida tan torpemente
cómo puede,
y que escribe de cine porque ya no quiere saber de otra cosa.
Entrar en un bar está bien
hasta para los que ya no se interesan
por los otros y sus cosas.
Yo lo pago, no, yo, que no,
vale, tú, yo pago la próxima.
Del bar de confianza, cuando ya no tengo dinero para otro café,
me voy a pasear al chino.
Miro con interés las banderas de España
que ya no colocaré en mi balcón.
Un niño curiosea en las papeleras.
Nadie tira al suelo las cáscaras de gamba,
ni flota una bruma con olor a cigarro.
Lejos del bar,
miro a esa sombra que se va desvaneciendo
arrimada al cristal,
porque por hoy
da por finalizado
su diario ritual.
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