En el fondo, todos estábamos destrozados por dentro. Bajo esa falsa apariencia de éxito social y normalidad, en realidad, echábamos mano de fármacos innombrables y religiones orientales que nos tranquilizasen, ya que nadie ni nada podría darnos las respuestas que esperábamos. Nos hacíamos especialistas en cosas vanas, más para tener temas de los que hablar y de rellenar el tiempo que por un interés de aprendizaje personal. Mirábamos mal al que se declaraba feliz, y sospechábamos que ocultaba algo oscuro, como todos nosotros. Fingíamos ser tolerantes al respetar opiniones diferentes a las nuestras, pues sentíamos una creciente irritación cuando alguien nos contradecía. Odiábamos cada vez más a la gente, pero por otro lado, la necesitábamos. Y se iba convirtiendo en algo muy común, ver en las ciudades a seres grises muy juntos en diferentes espacios y situaciones, pero que ni se hablaban ni se miraban. Nadie se comunicaba de verdad. Y las nuevas generaciones crecían amputadas del sentimiento de la empatía. El ser humano había muerto, y aún no sabíamos qué le había sustituido...
A pagó el teléfono para que ningún conocido le volviera a recordar que la mejor película era El Padrino, o El Resplandor, o 2001. Fuegos fatuos. La mejor película era aquella en super-8 en la que salía su abuelo. Un clásico inolvidable aquella cinta VHS alquilada por 1 euro en La Fuensanta. Su hermano saliendo de casa a horas extrañas para traer una peli de serie b casi inencontrable. Disfrutarla juntos y después comentarla. No quiero a Stanley Kubrick hurgando en mi cabeza. Las películas que me gustan me las grabo yo de la tele. Cuánto más raras, más familia. Señor, llévame a Barsoon pronto...
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