En las playas de mi infancia
la arena era filtrada por las branquias de animales míticos
y no existía un lugar nombrado por los hombres.
Lo super era matarse con los tirachinas
y fingirse ahogado por los turbiones del río.
La crísis de la edad llegaba con el conocimiento
de la primera chica en bañador
acompañada por su hermano mayor
y seguida por el lánguido perrito borrego.
Al salir del colegio, sabías que te esperaba
una bondadosa madre con jícaras de chocolate
reblandecidas por el calor de Agosto,
y la zapatilla voladora del padre, siempre precisa.
Aguantar para ganar al final, ese era el secreto
en el colegio de curas.
Si no te tocaban la picha, podías darte con un canto en los dientes.
Aunque en el callejón de las peleas, alguien te los rompía
en aquellas tardes violentas con público enfervorecido.
Y tu hermano compartía contigo unos filetes empanados
antes de que él te defendiera en la próxima riña callejera.
Salimos escaldados, pero sin cicatrices de vida.
Mi padre me enseñaba, ya mayor, sus "escalabraduras"
por todo el cuero cabelludo.
Como en la película "Valentina", mi país parecía aún más antiguo
de lo que era.
En las calles blancas de mi juventud,
la Muerte era una muchacha andaluza.
Y su acento convidaba a vivir alegre durante un rato..
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