Camino por las mismas calles que recorrí durante diez años, en paz con todos los transeúntes. Descubro como se han sustituído algunas tiendas por otras. Lo que fue una inmobiliaria de un banco, ahora es una panadería gourmet, con "xapatas" y "xapelas". Todavía resiste cierta esperanza por lo bueno, lo bello y lo verdadero. En las ett´s de siempre hay gente aún más joven, seguro que con contratos más precarios.
Pero no me repugnan los caprichos de los ricos. Miro los escaparates de los locales donde quizá nunca entre, pero el hecho de que existan, de que estén ahí, de que creen un ambiente de cierta paz y sosiego, de cercana belleza para el caminante, hace que una tranquilidad matutina invada al resto de mortales.
Con un bolígrafo que afané de un "100 Montaditos" escribo estas palabras, sentado en un vagón del Metro de Madrid.
Veo a los pijos pasear con sus bolsas de las tiendas de ropa cada vez más sofisticadas de los chinos del Centro, y ya no siento ese complejo de inferioridad mal disimulado, de resentimiento contra la clase media con dinero que nunca me aceptaría en sus círculos sociales. No lo quise, siempre supe cuál era mi sitio, mientras paseaba las noches de verano por las aceras con hileras de árboles bien cuidados. Cojo un libro de poesía de un autor chileno, que alguien de la biblioteca municipal dejó en la bandeja de expurgo. Quien no lee es porque no lo desea.
En la línea 4 de metro, en un viaje hacia cualquier parte, una chica vestida de verde, lleva también las uñas de los pies pintadas de ese color, en contraste con unas sandalias blancas. Parece un hada irlandesa.
Como el desocupado que soy, observo las papeleras no muy de cerca, escrutando si sobresale alguna revista ó periódico seminuevo, y miro más adelante si está en el paso de cebra el mendigo africano que canta alegre y siempre animado. Soy felíz con las migajas que a la burguesía del barrio de Salamanca se le caen de la mesa, me siento bien caminando por este barrio seguro y tranquilo, de negocios cambiantes, de miradas de soslayo al bolso cuando te acercas por detrás en los semáforos. Veo a los pícaros profesionales rumanos pelearse entre ellos, mientras enseñan sus pies sucios, sus muñones deformados o sus jorobas de película. En estas calles no se sospecha la presencia de la crísis ni del pesimismo reinante, parece una isla repleta de sosiego, con sus clases sociales bien delimitadas, como un régimen intocado en lustros. Aquí el trajín comercial gobierna los ciclos del día y yo me retiro al pueblo, donde me esperan en casa.
Calle Conde de Peñalver, Madrid.
Fotografía : Colectivo Sublet
Pero no me repugnan los caprichos de los ricos. Miro los escaparates de los locales donde quizá nunca entre, pero el hecho de que existan, de que estén ahí, de que creen un ambiente de cierta paz y sosiego, de cercana belleza para el caminante, hace que una tranquilidad matutina invada al resto de mortales.
Con un bolígrafo que afané de un "100 Montaditos" escribo estas palabras, sentado en un vagón del Metro de Madrid.
Veo a los pijos pasear con sus bolsas de las tiendas de ropa cada vez más sofisticadas de los chinos del Centro, y ya no siento ese complejo de inferioridad mal disimulado, de resentimiento contra la clase media con dinero que nunca me aceptaría en sus círculos sociales. No lo quise, siempre supe cuál era mi sitio, mientras paseaba las noches de verano por las aceras con hileras de árboles bien cuidados. Cojo un libro de poesía de un autor chileno, que alguien de la biblioteca municipal dejó en la bandeja de expurgo. Quien no lee es porque no lo desea.
En la línea 4 de metro, en un viaje hacia cualquier parte, una chica vestida de verde, lleva también las uñas de los pies pintadas de ese color, en contraste con unas sandalias blancas. Parece un hada irlandesa.
Como el desocupado que soy, observo las papeleras no muy de cerca, escrutando si sobresale alguna revista ó periódico seminuevo, y miro más adelante si está en el paso de cebra el mendigo africano que canta alegre y siempre animado. Soy felíz con las migajas que a la burguesía del barrio de Salamanca se le caen de la mesa, me siento bien caminando por este barrio seguro y tranquilo, de negocios cambiantes, de miradas de soslayo al bolso cuando te acercas por detrás en los semáforos. Veo a los pícaros profesionales rumanos pelearse entre ellos, mientras enseñan sus pies sucios, sus muñones deformados o sus jorobas de película. En estas calles no se sospecha la presencia de la crísis ni del pesimismo reinante, parece una isla repleta de sosiego, con sus clases sociales bien delimitadas, como un régimen intocado en lustros. Aquí el trajín comercial gobierna los ciclos del día y yo me retiro al pueblo, donde me esperan en casa.
Calle Conde de Peñalver, Madrid.
Fotografía : Colectivo Sublet
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