Quien me viera un sábado por la tarde-noche caminar baldado por la zona cercana a un canal donde se agrupaban varios cofee-shops marihuaneros, pensaría que los excesos de drogas y alcohol me habrían perjudicado. Al revés, el no-vicio consiguió que de improviso, me diera un fuerte ataque de ciática, reumatismo o lo que fuese aquello, y hasta que no encontré un maravilloso supermercado donde vendían todo tipo de pastillas contra el dolor y esprays anti-contracturas, no volví a ser yo mismo.
¿Qué puedo decir de Amsterdam en verano?. Los canales gustan, la vida relajada de las casonas antiguas llenas de estudios y talleres, las barcazas habitadas aparcadas en el agua, imaginar otra vida es agradable. La otra cara de miles de turistas buscando la diversión escatológica ya no tanto, por el ruido y la suciedad. Ver el tráfico de ciclistas urbanos al principio es encantador, con las jóvenes holandesas con sus vestidos de flores y sus rubias cabelleras al viento, junto a los tranvías, es bucólico. Pero tener que esquivar a tantos ciclistas que no respetaban al peatón cansaba un poco. Me solidarizaba entonces con los pobres conductores, sufridos y atemorizados, y con el peatón, siempre perdedor en esta lucha por habitar en un trozo de acera.
Cada uno va a lo suyo en Holanda, ventaja y defecto a la par. El holandés es tolerante, pero también indiferente. Es individualista, como el alemán, y bajo esa aparente tranquilidad, parece que se esconde el rígido calvinista que se cree elegido entre los diversos pueblos del mundo.
Catedrales austeras, el coro de madera bellamente tallado, y en medio, una mesa con una biblia abierta, sin ninguna imagen de Cristo.
A veces me parecían los catalanes de Europa, comerciantes, mercaderes, buenos en sacarte dinero por todo, hasta por mear en sitios públicos como estaciones de trenes.
Su especificidad europea es sólo una manera ingeniosa de venderte cosas.
Patria de pijos alternativos y tardo-hippies, me quedo con sus pueblos queseros y esos paisajes verdes y acuáticos que se divisaban desde las ventanillas del tren.
Algún día alquilaré una bici y me iré por esos senderos a perderme en algún bosque....
¿Qué puedo decir de Amsterdam en verano?. Los canales gustan, la vida relajada de las casonas antiguas llenas de estudios y talleres, las barcazas habitadas aparcadas en el agua, imaginar otra vida es agradable. La otra cara de miles de turistas buscando la diversión escatológica ya no tanto, por el ruido y la suciedad. Ver el tráfico de ciclistas urbanos al principio es encantador, con las jóvenes holandesas con sus vestidos de flores y sus rubias cabelleras al viento, junto a los tranvías, es bucólico. Pero tener que esquivar a tantos ciclistas que no respetaban al peatón cansaba un poco. Me solidarizaba entonces con los pobres conductores, sufridos y atemorizados, y con el peatón, siempre perdedor en esta lucha por habitar en un trozo de acera.
Cada uno va a lo suyo en Holanda, ventaja y defecto a la par. El holandés es tolerante, pero también indiferente. Es individualista, como el alemán, y bajo esa aparente tranquilidad, parece que se esconde el rígido calvinista que se cree elegido entre los diversos pueblos del mundo.
Catedrales austeras, el coro de madera bellamente tallado, y en medio, una mesa con una biblia abierta, sin ninguna imagen de Cristo.
A veces me parecían los catalanes de Europa, comerciantes, mercaderes, buenos en sacarte dinero por todo, hasta por mear en sitios públicos como estaciones de trenes.
Su especificidad europea es sólo una manera ingeniosa de venderte cosas.
Patria de pijos alternativos y tardo-hippies, me quedo con sus pueblos queseros y esos paisajes verdes y acuáticos que se divisaban desde las ventanillas del tren.
Algún día alquilaré una bici y me iré por esos senderos a perderme en algún bosque....
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