Comienzo mi periplo urbano en la Exposición "Libertad e innovación", Caligrafía árabe contemporánea, cita en la Casa Árabe de Madrid. Sabía, desde la más tierna infancia, o quizá en esa edad sólo lo intuía, que aquellas letras extrañas de un alfabeto ininteligible formaban bellos dibujos sobre la piedra de los arcos de la Mezquita de Córdoba, mi ciudad de nacimiento. Sin entender árabe, sin ser musulmán, esa forma de decoración, de dibujo, de arte con mayúsculas, me era muy familiar, parte de mí. Visitaba el interior de ese templo y contemplaba el Mihrab como un rincón íntimo de oración, de sublime serenidad, la palabra de dios en todas partes, hablándote desde las paredes, creando el mundo con cada sonido del verso.
Al igual que el hebreo, los infinitos nombres de dios muestran una faceta del grandísimo, y la palabra escrita es a la vez, el dibujo del objeto nombrado, en partículas subatómicas, en filamentos celulares, las ramas de las consonantes del alefato forman árboles y paisajes espirituales.
Descubro entonces que en los países árabes existe una rama artística llamada Caligrafía Árabe Clásica, donde artistas de aquellos países pintan, dibujan y escriben en diferentes tipos de letra arábiga, no sólo versos del corán, sino, como en esta exposición, frases de literatos célebres como Ibn´Zaydun o cualquier diseño y mensaje propio del artista libre. Delante de un panel negro, contemplando un cuadro del calígrafo iraquí Hassan Massoudy (sus letras como banderas rojas al viento), miré a la esquina que formaban dos paredes de ese panel, y me sentí resguardado, como en un pequeño Mihrab, y si las luces se hubiesen apagado en ese momento, yo me hubiera puesto a rezar a dios como hace un musulmán, pues aún siendo esta muestra laica, estas obras caligráficas transpiran espiritualidad.
Después encaminé mis pasos por la calle Núñez de Balboa en dirección a la Fundación Juan March, que suele hacer muy buenas exposiciones de arte del siglo XIX y XX.
En este caso, atravesé las reformadas puertas automáticas de esta sala, para visitar la denominada "Los paisajes americanos de Asher B. Durand", un grabador y pintor romántico en los inicios de Estados Unidos, que tanto supo reflejar a los fundadores de su nación en una época en que aquel país necesitaba artistas propios con una estética estadounidense, como supo transmitir belleza y serenidad en los paisajes naturales de los estados de Nueva York y Fildelfia. Al principio, no supe ver nada nuevo, sus obras me parecían herederas de los paisajistas ingleses, y también, como buen dibujante, influido por el academicismo europeo, sobretodo francés e italiano. Pero hallé la sorpresa en algunos pocos cuadros de gran formato, monocromos, dibujos de bosques desnudos, de troncos casi aislados en fondos desnudos, buscando las raíces de las cosas, ahí el artista presagia la modernidad que pronto llegaría con el desarrollo del siglo americano.
Y fotografía rincones de bosques con sus pinceles, presagiando el hiperrealismo de algunos de sus coetáneos futuros. Ante la inmensidad del continente americano, muchos de sus artistas han desarrollado una visión zen, espiritual, y en concreto, Durand, hijo de una época romántica, ve en la naturaleza la curación de todos los males humanos. Este artista no es un prerrafaelista, no es tan avanzado, pero marca el comienzo de un estilo "americano" quizá no tan evidente, pues se desarrollaría posteriormente, en el expresionismo abstracto de un Pollock, que a su manera, es otro furibundo romántico, pues es la liberación de la emoción de la psique en su brutalidad. Mientras en Durand, la emoción del artista guarda el órden en un entorno natural salvaje donde puede identificarse y diluirse dentro de las formas correctas de la figuración, Pollock, como tantos pintores del siglo XX, prescinde del dibujo para lanzarse al vacío. La diferencia, es que estos caballeros del siglo diecinueve, al final de sús vidas, mantenían las formas, y una vez que dejaban de pintar, se solazaban paseando por los bosques admirando las obras de la naturaleza, viendo el espíritu sublime en todos los rincones, y eso, a Durand le bastaba.
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