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EL DEMONIO NARANJA

Reconozco que era bastante patético verme cruzar el puente sobre la autovía con una bolsa naranja mientras chispeaba, huyendo literalmente de la hora y media de comida con los compañeros de trabajo, buscando con desesperación un banco a cubierto donde poder deglutir la ensaladilla fría, que al final, no pude catar. Tuve que volver a la oficina, y entrar como si viniera felíz de mi casa, demasiado lejana incluso en metro, para poder olvidarme del trabajo. Con el estómago y el alma vacíos.
Reconozco que tuvo un punto cómico. Un psicoanalista sacaría punta a ese repentino rechazo a compartir mi tiempo con los demás fuera del horario de trabajo, ese odio hacia la jornada partida, tan inútil e hipócrita. Quizá le doy demasiada importancia a lo que no la tiene. El hombre del pastel se convirtió en el caminante errático con bolsa naranja. Pero la situación que antes podía ser considerada hilarante, ahora se me antojaba dramática. Ante lo que consideraba una atadura y una limitación poderosa, debía, no tenía más remedio que enfrentarme a ella. Si mi padre me viera, quizá se sintiera identificado, o avergonzado al mismo tiempo. Hoy me han dicho que soy un santo por aguantar determinadas situaciones. A los santos que les den por el culo. Yo quiero aprender a ser un demonio.

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